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guras en la tierra á que volvian las espaldas, y las memorias tristes siempre acaban con hacer desagradable el país que las recuerda, y si este país es el nativo, hay entónces en tales memorias un no sé qué más doloroso y punzante.

El miño descansa gustoso en el seno de la que le alimenta en su pecho, y lo busca con ahinco y confianza; pero si aquella para retraerle unta el pecho con ajenjos, el niño retira el labio, vuelve á probar y á retirarse: llora, sí, no bay duda, pero al fin se retira.

Mas qué dirán ahora mis lectores cuando oigan que apénas llegados y establecidos en el nuevo país, halló Lorenzo disgustos preparados de antemano. Miserias bumanas! ¡Qué poco se necesita para turbar el estado feliz de una familia! Hé aquí cómo sucedió la cosa.

Lo mucho que se babia hablado allí de Lucía ántes que llegase; el saber cuánto habia penado Lorenzo por ella, manteniéndose siempre firme y constante, y quizá alaban- Z26 de parciales suyos, habian excitado extraordinariamente la curiosidad, y las gente s, prevenidas con estos antecedentes, estaban en grande expectativa de ver á tan interesante hermosura. Ya se sabe lo que es una prevencion favorable. Como siempre la imaginacion se adelanta á la realidad, rara vez queda satisfecha cuando llega el caso de la comparacion; y entónces desquita el exceso de la ponderacion favorable con el exceso contrario. Así es que, cuando se presentó Lucía, muchos, que quizá se la figuraron con el cabello de oro, las mejillas de carmin y nácar, los ojos como dos luceros, y ¿qué sé yo más? comenzaron á encorerse de hombros, á arrugar las narices, y á decir:

«Es ésa? Despues de tanto tiempo y tanto hablar, otra cosa nos prometíamos. Y últimamente qué es? Una aldeana como otra cualquiera. ¡Vaya! como ésta, y mucho mejores, las hay en todas partes.» Pasando luégo á los pormenores, notaban, quién un defecto, quién otro, y no faltó quien la encontrase fea.

Pero como nadie iba á decir estas cosas á Lorenzo en sus bigotes, no era grande el daño. Quien hizo el mal verdadero, agriando nunca faltan, los cuales todo se lo contaban, no sin ribetes, y Lorenzo no dejaba de sentirlo, como era natural.

Empezó, pues, á cavilar sobre ello, haciendo platillo de la ocurrencia, tanto con los que le hablaban, como para consigo mismo. «;A vosotros qué os importa? decia allá á sus solas, como si hablase con los murmuradores; ¿quién os dijo que aguardárais otra cosa? ¿Os he hablado yo jamás cosa, fueron ciertos chis nosos, que