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—¿Quién le ha abierto ese ojal en el vientre? A quién han muerto?

—iAquel prepotente! ¡Santa María, qué horror!

—No hace tanto la zorra en un año como paga en una hora.

—¡Tambien él acabó!

—iQué tragedia! ¿Y ese otro desgraciado? Jesus, qué horror!

—Libradle, libradle.

—Tambien él está fresco.

—¡Válgame Dios! cómo está!

—Huya usted, infeliz.

—Huya usted, no se deje echar la mano.

Estas exclamaciones que se oian entre el bullicio confuso de aquel inmenso concurso, expresaban la opinion general, y con el consejo vino tambien el auxilio. El hecho habia sucedido cerca de una iglesia de capuchinos, asiio, como todos saben, impenetrable en aquel tiempo para los esbirros, y para todo el conjunto de personas y cosas á que se da el nombre de justicia. Allf la turba condujo, ó por mejor decir, llevó casi sin sentido al matador, y los religiosos le recibieron de mano del pueblo que se lo recomendó, diciendo que era un hombre de bien que habia muerto á un bribon orgulloso, por verse precisado á defender su vida.

Hasta entónces Ludovico no habia derramado sangre humana, y aunque en aquel tiempo el homicidio era cosa tan comun que á nadie causaba novedad, sin embargo es imponderab.e la impresion que hizo en su ánimo la idea de un hombre muerto en su favor y otro por su mano; de modo que fué para él un descubrimiento de nuevos afectos. La caida de su enemigo con la alteracion de aquellas facciones que pasaron instantáneamente desde la ainenaza y el furor al abatimiento de la muerte, fué un espectáculo que cambió en un momento el ánimo de Ludovico. Arrastrado, digamos asf, al eonvento, no sabía en dónde se hallaba ni lo que pasaba por él; y cuan se encontró en una cama de la enfermería en manos del religioso cirujano (los capuchinos entónces tenian uno en cada convento), el cual aplicaba cabezales y vendas á las beridas que recibió en la reycrta. Se habia llamado ya para que acudiese al paraje de la catástrofe á un religioso, cuyo encargo era asistir á los moribundo8, y que muchas volvió en acuerdo