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que habia que comer; y apurado un jarro, Lorenzo en ademan misterioso dijo á su amigo:

—Si lú quieres hoy hacerme un favor, yo te haré otro bien grande.

—Dispon de mí como quieras; en el fuego me meteré por tí.

—Tú debes veinticinco libras al señor Cura por el arrendamiento del campo que labraste el año pasado.

—jAh, Lorenzo! tú me acibaras el beneficio que me haces. ¿Qué diablos me traes á la memoria? ¿Quieres que pierda las ganas de comer?

—Si te hablo de tu deuda es para proporcionarte el medio de pagarla.

—¿De véras?

—De veras, ¡y te gustaria?

—Si me gustaria! Vaya, aunque no fuera más que para no ver la mala cara que me pone el señor Cura siempre que nos encontramos. Y luego aquello de: «Antoñuelo, no te olvides; ¿cuándo nos hemos de ver para aquel asunto?»

A la verdad que cuando en el púlpito me imira, se me figura que me va á pedir en público las veinticinco libras: además que entónces me volveria el collar de ni mujer, que en el đia sería preciso convehtirle en polenta. Pero...

—Déjate de peros. Si quieres hacerme un favor, están prontas las veinticinco libras.

—Habla.

—iPero!...-dijo Lorenzo poniéndose el dedo indice en los labios.

—A mí no tienes que encargarme el silencio, ya me conoces.

—El señor Cura-continuó Lorenzo-va sacando ciertas razones sin sustancia para dar largas y yo quisiera salir del paso. Parece que poniéndose delante de él los dos novios con dos testigos, y diciendo yo, por ejemplo, esta es mi mujer, y Lucia, este es mi marido, el casamiento queda becho sin remedio; ¿me entiendes?

—Tú querrás que yo sirva de testigo? No es así?

—Cierto.

—Y pagarás las veinticinco libras?

—Seguro.

— Dáme esa mano.

—Pero es necesario buscar otro testigo.

—Ya le tenemos: el simple de mi hermano Ger asio hará lo que le diga; tú le darás para bebermi casamiento,