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medio de la puerta, y con los brazos cruzados dirigia sus miradas á todas partes con ojos de lince. Llevaba en la cabeza una gorra chata de terciopelo carmesí, que ladeada le cubria la mitad del tufo, ó mechon de pelo, el cual dividiéndose en su torva frente, acababa en trenzas sostenidas por un peine cerca de la nuca. Tenía en la mano una especie de cachiporra, y aunque realmente no llevaba armas á la vista, bastaba con sólo mirarle á la cara para que hasta un niño conociera que llevaba encima toda una armería. Cuando Lorenzo, el primero de los tres, estuvo cerca de él, y manifestó que queria entrar, le miró de hito en hito sin moverse; pero interesado el jóven en evitar toda disputa, como quien está empeñado en llevar á cabo alguna empresa importante, ni siquiera le dijo que se apartase, sino que rozándose con el otro lado de la puerta, entró como pudo por el hueco que quedaba, teniendo que hacer la misma evolucion para enirar sus compañeros.

Vieron entónces á los otros dos bravos, los cuales sentados á una mesita jugaban á la morra, tirándose de cuando en cuando al coleto sendos vasos de vino, que llenaban de un gran jarro. Tambien éstos se pusieron á mirar á los que entraban, especialmente uno de los dos, que, teniendo levantada la mano con tres dedos tiesos y la boca abierta gritando seis, miró de piés á cabeza á Lorenzo, hizo del ojo al compañero, y despues al de la puerta, que contestó haciendo una seña con la cabeza. Escamado con csto Lorenzo, miraba á sus dos convidados, como si quisiera buscar en su cara una explicacion de semejantes gestos; pero su cara nada indicaba sino mucha gana de comer. A él le miraba el tabernero como para pedirle órdenes, por lo que Lorenzo le llamó á una pieza inmediata, y le mandó que dispusiese la cena.

—¿Quiénes son esos forasteros?-le preguntó luego de quedo, cuando volvió con un mantel ordinario y no muy limpio debajo del brazo y un jarro en la mano.

—No los conozco,-respondió el tabernero desdoblando el mantel.

—¿Cómo? ¿ni uno siquiera?

—Ustedes saben muy bien-prosiguió el tabernero estirando con ambas manos el mantel sobre la mesa-que la primera regla de nuestro oficio es la de no meternos en negocios ajenos, tanto que hasta nuestras mismas mujeres no son curiosas. ¡No habria poco que hacer con tanta gente como entra y sale! Para nosotros basta con que los parroquianos sean hombres de bien: lo demas de saber quiénes