los Parnasos contemporáneos, en donde la admiración a su sabor puede hallarlas. Las Ventanas, El Campanero, Otoño, un fragmento bastante largo de una Herodias, nos parecen lo supremo entre esas cosas supremas. No nos detendremos en citar algo impreso que esté tan ajeno a la obscuridad como al manuscrito, así como ha sucedido con el vertiginoso libro Los Amores Amarillos del estupendo Corbière—no sabemos como, a menos que sea por causa de la maldición que ha merecido no más heroicamente en verdad, que los versos de Rimbaud y Mallarmé. Preferimos proporcionarnos el gozo de leer este nuevo y precioso trozo inédito que referimos, según nuestro criterio, al período intermedio en cuestión.
Don del poema
¡Aquí te traigo el hijo de una noche idumea!
Desplumada, con su ala que sangra y que negrea
en los cristales, de oro y aromas abrasados,
en los tristes aún, ¡ay!, vidrios empañados,
cayó, sobre la lámpara angélica, la aurora.
Cuando de la reliquia se ha hecho portadora
para el padre que adversas sonrisas ha ensayado,
la soledad azul y estéril la temblado.
¡Ay, acoge la cuna, con tu hija, y la inocencia
de vuestros pies helados una horrible nacencia!