dro que todas las mujeres se entrasen en la barca capitana, y apiñándose en ella, con la compañía y estrecheza, templasen el frío; hízose así, y los hombres hicieron cuerpo de guarda a la barca, paseándose como centinelas de una parte a otra, esperando el día para descubrir en qué parte estaban, porque no pudieron saber por entonces si era o no despoblada la isla; y como es cosa natural que los cuidados destierran el sueño, ninguno de aquella cuidadosa compañía pudo cerrar los ojos; lo cual, visto por el bárbaro Antonio, dijo al bárbaro italiano que, para entretener el tiempo y no sentir tanto la pesadumbre de la mala noche, fuese servido de entretenerlos contándoles los sucesos de su vida, porque no podían dejar de ser peregrinos y raros, pues en tal traje y en tal lugar le habían puesto.
—Haré yo eso de muy buena gana—respondió el bárbaro italiano—, aunque temo que, por ser mis desgracias tantas, tan nuevas y tan extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno.
A lo que dijo Periandro:
—En las que a nosotros nos han sucedido nos hemos ensayado y dispuesto a creer cuantas nos contaren, puesto que tengan más de lo imposible que de lo verdadero.
—Lleguémonos aquí—respondió el bárbaro—, al borde desta barca donde están estas señoras; quizá alguna, al son de la voz de mi cuento, se quedará dormida, y quizá alguna, desterrando el sueño, se mostrará compasiva: que es alivio al que cuenta