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Acta de Pío XI

ha continuado prestando su materna y amable ayuda a sus hijos de Éfeso ya todos los fieles del mundo católico, perturbada por las insidias de la herejía nestoriana.

De este dogma de la maternidad divina, como desde una fuente de un arcano manantial, llega a María una gracia singular: su dignidad, que es la mayor después de Dios. En efecto, como bien escribe Santo Tomás de Aquino: "La Santísima Virgen, porque es Madre de Dios, tiene una dignidad que es en cierto modo infinita, por el bien infinito que es Dios"[1]. Lo que expone más extensamente Cornelio a Lapide con estas palabras: "La Santísima Virgen es Madre de Dios. Por lo tanto, es mucho más sublime que todos los ángeles, incluso que los serafines y los querubines. Ella es Madre de Dios; ella es, por tanto, la más pura y santa, de modo que después de Dios no se puede imaginar una mayor pureza. Ella es Madre de Dios; por tanto, tiene cualquier privilegio concedido a cualquier santo, sobre todo en el orden de la gracia santificante"[2].

Entonces, ¿por qué los innovadores y no pocos no católicos reprochan tan amargamente nuestra devoción a la Virgen Madre de Dios, como si subtrajésemos ese culto que solo se debe a Dios?

¿Acaso ignoran, o no reflexionan con atención, que nada puede ser más aceptable para Jesucristo, que ciertamente arde de gran amor por su Madre, que nosotros la veneramos según su mérito, le correspondamos con amor y nos esforcemos, a imitación de sus santísimos ejemplos, por ganar su valioso patrocinio?

Sin embargo, no queremos pasar por alto en silencio un hecho que no es un pequeño consuelo para nosotros, es decir, como en nuestro tiempo, incluso algunos de los innovadores se sienten atraídos por conocer mejor la dignidad de la Virgen Madre de Dios, y se sienten movidos a venerarla y honrarla con amor. Y esto ciertamente, cuando nace de una profunda sinceridad de su conciencia y no de un artificio oculto por reconciliar las mentes de los católicos, como sabemos que sucede en alguna parte, nos da a todos la esperanza de que -con la ayuda de la oración, la cooperación de todos y con la intercesión de la Santísima Virgen que ama con amor maternal a sus hijos errantes- finalmente un día sean devueltos al seno del único rebaño de Jesucristo y, en consecuencia, a Nosotros que, aunque indignos, en su lugar sostenemos su autoridad en la tierra.

  1. Suma Teológica I, q. XXV, a. 6.
  2. Cornelio a Lapide, In Mattheo, I, 6.