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oficio. Además, Semka concebía dudas en lo concerniente a la utilidad de nuestro trabajo.

—Se cava un pozo... con qué objeto? Para echar las aguas sucias? ¿Y por qué no verterlas, sencillamente, en el patio? Se pretende que olerán mal... ¡Tonterías! Las aguas sucias no exhalan mal olor. Si, por ejemplo, tiras a la calle un pepino salado, ¿qué olor puede exhalar, siendo tan pequeño? Al cabo de un día se pudrirá, ya eso se reducirá todo. Si se tratara de un hombre muerto... Dejándole al sol apestaría, efectivamente, el aire por su gran tamaño...

Semejantes razonamientos debilitaban en extremo nuestro ardor para el trabajo, lo cual era muy ventajoso para nosotros cuando trabajábamos a jornal; pero no lo era tanto cuando trabajábamos por contrata: pues sucedía a veces que cobrábamos y nos gastábamos el dinero antes de terminar el trabajo. Cuando ocurría esto, le pedíamos al propietario un suplemento, y en la mayoría de los casos nos echaba y nos amenazaba con recurrir a la justicia para obligarnos a acabar la faena que nos había ya pagado. Nosotros le contestábamos que teníamos hambre y no podíamos trabajar, y, más o menos animados, insistíamos en lo del suplemento, obteniéndolo no pocas veces.

Claro que nuestro modo de conducirnes no era muy leal; pero no se puede negar que era muy ventajoso. No es nuestra la culpa si la vida está arreglada de tal modo que la lealtad de una ac-