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ferente, Semka, a las preguntas angustiosas de su compañero.

El otro, con aire contrito, sonreía tímidamente y se callaba, guiñando los ojos hinchados por la borrachera.

Un día tuvimos suerte.

Esperando que alguien necesitase de nuestras manos, íbamos y veníamos por el mercado, y tropezamos con una viejecita seca, de rostro arrugado y severo. Su cabeza temblaba, y sobre su nariz de buho saltaban unos grandes lentes con armadura de plata. Se los sujetaba a cada instante, y brillaban tras ellos sus ojuelos de mirar duro.

—Estáis libres? Buscáis trabajo—nos preguntó al ver que los tres la mirábamos con ansiedad.

—¡Bueno!—dijo cuando hubo oído de boca de Semka una respuesta afirmativa y respetuosa—.

Necesito derribar una barraca de baño y limpiar un pozo. ¿Cuánto queréis por eso?

—Ante todo, hay que ver, señora, si la barraca es muy grande—dijo Semka, cortés y razonablemente. Y el pozo también hay que verlo...

Hay pozos y pozos... Los hay muy hondos.

Se nos invitó a verlo todo. Una hora después, armados de hachas y palancas, empezamos a atacar rudamente las vigas de la barraca, comprometidos a derribarla y a limpiar el pozo por una suma de cinco rublos.

La barraca estaba en una esquina de un vie-