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jo jardín descuidado. A alguna distancia, entre dos cerezos, había un quiosco. Desde lo alto de la barraca vimos allí a la buena vieja, sentada en un banco y leyendo atenta un libro muy voluminoso, abierto sobre sus rodillas. De cuando en cuando dirigía hacia nosotros una mirada observadora y penetrante; el libro entonces se movía, y veíamos sus macizos broches, sin duda de plata, brillar al sol.

El trabajo de demolición es el que se hace con más gusto.

Trabajábamos con una energia ejemplar, envueltos en una nube de polvo seco y picante, estornudando a cada momento, tosiendo, sonándonos y frotándonos los ojos. La barraca crujía y se venía abajo, vieja y medio podrida, como su ama.

—¡Vamos, hermanos míos! ¡Un esfuerzo más!

¡Todos a la vez! ¡Una, dos! nos mandaba Semka.

Y las vigas iban cayendo una tras otra.

—Qué libro será ése? ¡Es tan grueso!—dijo Michka pensativamente, apoyándose en su palanca y secándose el sudor.

Convertido como por encanto en mulato, se escupió las manos, levantó la palanca y la balanceó para hundirla en una grieta, y realizada felizmente tal operación, añadió, con el mismo tono pensativo:

—Para ser el Evangelio, es demasiado grueso.

—Y a ti qué te importa?—preguntó Semka.

—Hombre... Me gusta oír cuando leen... sobre