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todo los libros santos... En nuestra aldea había un soldado, llamado Africano... ¡Dios mío, qué admirablemente leía los salmos! Como si tocara el tambor... Era hábil, no puede negarse!

—Bueno, ¿y qué? preguntó de nuevo Semka, liando un cigarrillo.

—Nada... da gusto... Aunque no se entienda nada, sin embargo... hay algo... En la calle no oirás palabras parecidas... Yo no entiendo nada; pero me doy cuenta de que esas palabras se dirigen al alma.

—Yo tampoco te entiendo; pero me doy cuenta de que eres un zoquete—bromeó Semka.

—¡No haces más que irjuriar a la gente!—suspiró Michka.

—Con los imbéciles no se puede hablar de otro modo, pues no comprenden nada... ¡Vamos! ¡Ataquemos esta viga podrida! ¡Una, dos! El baño se derrumbaba, se iba rodeando de escombros y envolviéndose en nubes de polvo, que tornaban grises las hojas de los árboles próximos. El sol de julio quemaba sin piedad nuestros hombros y nuestras espaldas.

—El libro es de plata—volvió a empezar Nichka.

Semka levantó la cabeza y miró atentamente en dirección al quiosco.

—¡Parece que sí!—asintió lacónico.

—Entonces debe de ser el Evangelio.

—Supongamos que es el Evangelio; qué tenemos con eso?