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damente en tierra, a los pies de la vieja, de manera que su nariz casi tocaba al libro abierto. La expresión de su rostro era grave y serena.

Se sopló la barba para desempolvánsela, hizo otros preparativos y se quedó al fin en una postura sumisa el cuello tendido hacia delante, los ojos fijos en las manecitas sarmentosas de l'a vieja, que volvían metódicamente las hojas.

—¡Calla!—dijo Semka—. ¡Mira el diablo peludo! Va a descansar un rato... ¡Vayamos nosotros también!¿Por qué no? No me hace maldita la gracia trabajar por él mientras se divierte.

¡Vamos!

Momentos después yo y Semka estábamos cada uno sentado a un lado de nuestro compañero. La vieja no dijo nada al vernos llegar; se limitó a dirigirnos una mirada seca y atenta, y siguió hojeando el grueso libro en busca de no sabíamos qué.

Estábamos sentadas en una deliciosa plazoleta de follaje fresco y aromático. Encima de nuestras cabezas se extendía la suavidad acariciante del cielo sin nubes; de cuando en cuando soplaba una ligera brisa, y la fronda empezaba a murmurar, produciendo asos dulces ruidos que enternecen el alma y despiertan en ella una placidez evocadora de algo vago é íntimo a la par, que limpia al hombre de toda impureza o le hace, al menos, olvidarla durante un rato, permitiéndole respirar leve y rítmicamente.