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"Pablo, el esclavo de Jesucristo..."—leyó la 'vieja.

Su voz era trémula y cascada, pero llena de pía y severa gravedad. En cuanto comenzó a sonar, Michka se persignó devotamente; Semka empezó a agitarse en el suelo, tratando de tomar una postura cómoda. La vieja le miró, sin interrumpir la lectura.

"Ardo en deseos de veros para haceros un don espiritual, que fortalecerá vuestra fe, y de poner en contacto mi alma, ávida de fe, con la vuestra." Semka, como buen pagano, bostezó; su camarada le dirigió, con sus ojos azules, una mirada de reproche, y bajó la cabeza peludísima cubierta de polvo.

La vieja, sin dejar de leer, miró severamente a Semka, que pareció turbarse; hizo un ligero ruido con la nariz, miró de reojo a la anciana y sin duda para borrar la impresión producida por el bostezo—suspiró profunda y píamente.

Durante algunos minutos, todo fué bien. La lectura, monótona, producía un efecto calmante.

"Porque la ira de Dios se manifiesta en todas las desgracias humanas." — Qué quieres?—gritó de pronto la vieja, dirigiéndose a Semka.

—¡Yo... nada! ¡Tenga usted la bondad de seguir, la escucho! —respondió Semka humildemente.

—¿Por qué tocas con tu manaza los broches ?preguntó enfadada.