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Yo me quedé de muy mal humor. Tras una corta reflexión, me decidí a ir a su cuarto para invitarla a volver al mío. Estaba dispuesto a escribirle todo lo que quisiera.

Al entrar en su cuarto, vi que estaba sentada junto a su mesa y con la cabeza entre las manos.

—¡Oiga usted!—le dije.

Siempre, cuando llego a este punto de mi narración, me asombro de mi estupidez... ¡Fué aquello tan tonto!

—¡Oiga usted!—le dije.

Se levantó bruscamente, se dirigió hacia mí, con los ojos brillantes; apoyó sus manos en mis hombros, y empezó a murmurar, o, mejor dicho, a tronar con su bronca voz:

—¡Bueno! Supongamos que no hay, en efecto, ningún Boles... Que Teresa tampoco existe...

¿Qué le importa a usted? ¿Le cuesta tanto trabajo escribir unas cuantas líneas? Debía darle vergüenza... Tan joven, tan blanco. ¡Sí; no hay ni Boles ni Teresa, sépalo usted! No hay más que yo... ¿Estamos?

—Permítame usted—le pregunté, estupefacto por sus palabras—. ¿De qué se trata entonces?

No hay ningún Boles?

—¡No!

—¿Y ninguna Teresa?

—Ninguna Teresa tampoco. Teresa soy yo.

Yo no comprendía ni una palabra: La miré atónito y me pregunté cuál de los dos se habia vuelto loco.