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Mi vecina se acercó de nuevo a la mesa, buscó en ella algo y después se dirigió hacia mí y me dijo con tono de enojo:

— Si ha sido para usted tan molesto escribirle la carta a Boles, tómela, llévesela si quiere.

Ya encontraré otros señores que se presten gustosos a escribirme cartas.

Y vi que me alargaba la que yo le había escrito a Boles. ¡Demontre!

—Oiga usted, Teresa. Qué significa esto?

Para qué quiere usted pedirle a los demás que le escriban cartas cuando ni siquiera ha echado ésa al correo?

— Pero a quién quiere usted que se la remita?

—A ese... a Boles!

¡Pero si no existe!

¡Decididamente, yo no comprendía una palabra!

No me quedaba más que irme. Y lo hubiera hecho al punto de no haberse empeñado ella en explicarse.

—¿Qué?—dijo enojada—. Ya le digo a usted que Boles no existe...

Y se pintó en su rostro una gran extrañeza de que no existiera.

—Sin embargo, debía existir. No soy yo un ser humano como los demás? Claro que soy...

En fin, ya sé lo que soy; pero no le hago daño a nadie si le escribo...

—Perdone usted. ¿A quién?

—Toma, a Boles!