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arena, cerca de la puerta. Jacobo comía mucho y con gana, lo que parecía gustarle a Malva, que miraba con una sonrisa acariciadora hincharse sus carrillos morenos y agitarse sus labios húmedos. Vasily comía sin apetito, pero fingiendo poner en ello sus cinco sentidos, para que le dejasen tranquilo; necesitaba reflexionar sobre la nueva situación.

Los gritos rapaces y triunfantes de las gaviotas turbaban la dulce musicalidad de las olas. El calor no era ya tan sofocante. De cuando en cuando, el viento llevaba a la cabaña un poco de frescura impregnada de olor a mar.

Después de la sopa apetitosa y de algunos vasitos de vodka, los ojos de Jacobo empezaron a obscurecerse. Se sonreía estúpidamente, tenía hipo, bostezaba y miraba a Malva de tal modo que su padre creyó conveniente decirle:

—Acuéstate un poco, Jacobito. Ya te despertaremos a la hora del te.

—Con mil amores—dijo Jacobo tendiéndose sobre el montón de sacos. Y vosotros, ¿qué vais a hacer? Ja, ja, ja!

Vasily, molesto por tal hilaridad, se apresuró a salir. Malva apretó los labios, frunció las cejas y respondió a Jacobo:

—No te importa nada lo que vamos a hacer.

Eres un pipiolo, ¿te enteras?—y salió a su vez.

Bueno, bueno!—le gritó Jacobo—. ¡Espérate un poco y te enseñaré!... ¡Vaya una... señorita!