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Siguió gruñendo unos instantes, y se quedó dormido sin que se borrase de su rostro congestionado la sonrisa feliz.

Vasily clavó en la arena tres largos palos, los ató por las puntas, los cubrió con una estera, y, guareciéndose en aquel sencillo sombrajo, se acostó boca arriba, con las manos bajo la nuca. Cuando se acercó Malva y se sentó a su lado, en la arena, volvió la cara hacia ella Malva advirtió que estaba enojado.

—¿Qué hay, amigo?—preguntó riendo. Parece que no estás muy contento con la llegada de tu hijo.

—Se burla de mí. ¿Y por qué? Por tu culpadijo él severamente.

—¿De veras? ¿Por mi culpa?—dijo Malva con afectado asombro.

Claro, por tu culpa!

—Ah, pobrecito! ¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Quizá no debo yo venir más a tu casa? Bueno, no vendré más.

¡Qué diablo de mujer!—exclamó, en tono de reproche, Vasily. Todos sois io mismo. Jacobo se ríe, tú también, y, a pesar de todo, los dos sois lo que más quiero. ¿Y de qué os reís, diablos?

Volvió la cabeza y se calló.

Ella, abrazadas las rodillas, balanceaba suavemente el cuerpo, mirando fija, atenta, con sus