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seas tú lo que me trae aquí. Me gusta este sitio...

Señaló con la mano, en torno:

—Me gusta porque está desierto: se ven en él el mar y el cielo, no se ve a los hombres. Si estás tú, me es lo mismo. Me hago la cuenta de que pago un tributo. Si Serechka estuviera aquí, yo vendría a su casa; si tu hijo estuviera aquí, yo vendría a su casa. Lo mejor sería que no hubiese nadie; estoy hasta la coronilla de todos vosotros.

Soy bastante guapa para encontrar un hombre siempre que lo necesite. ¡Y mejor que tú!

—¿De veras? gritó furiosamente Vasily, echándole de pronto mano a la garganta—. ¿De veras?

La zarandeaba, sin que ella opusiera resistencia, por más que su rostro se iba poniendo rojo y sus ojos iban inyectándose en sangre. La joven limitábase a asir con sus dos manos la de Vasily, que le apretaba el cuello, y a mirarle fijamente a los ojos.

—¡Pues eres una ganga!—murmuraba Vasily con voz ahogada por la cólera—. ¡Y te lo has callado hasta ahora!... ¡Y me has acariciado! ¡Espera, que vas a ver!

La hizo casi caer, y, con una especie de voluptuosidad, le descargó unos cuantos puñetazos. Experimentaba un placer cada vez que hería con el puño su cuello carnoso y tenso.

—¿Qué tal? Te ha gustado, serpiente?—dijo con acento triunfal, acabando de derribarla.