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¡Eres encantadora!—exclamó él acariciándola con pasión—. ¿Sabes que desde que te he pegado te quiero más? ¡Palabra! Más cerca aún, más cerca...

Las gaviotas se cernían sobre el agua. El viento acariciador llevaba casi hasta los pies de los amantes salpicaduras de olas. El mar no cesaba de reír a carcajadas.

—¡Mira lo que son las cosas!—suspiró Vasily, como si se quitase un peso de encima, y acariciando pensativo a la mujer que se estrechaba contra él. Tiene gracia cómo está todo dispuesto en el mundo: lo que es pecado es tan dulce...

Tú no te haces cargo de nada, mientras que yo pienso con frecuencia en la vida... A veces es terrible... Sobre todo de noche, cuando no viene el sueño... Delante de ti se extiende el mar, encima de ti, el cielo; te envuelven las tinieblas, el espacio espantoso, y te encuentras solo, completamente solo en este desierto. ¡Qué pequeño te sientes entonces! Se te figura que la tierra vacila bajo tus pies, y que en toda ella no hay más ser humano que tú... Si al menos en esos momentos te hallases a mi lado, yo no sufriría hasta tal punto la angustia de la soledad.

Malva, con los ojos cerrados, reclinada sobre las rodillas de Vasily, guardaba silencio. El rostro rudo, pero bondadoso, del guarda, se inclinaba sobre ella, y su larga barba descolorida le hacía cosquillas en el cuello. La mujer no se movía, y su única señal de vida era el acompasado subir y