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¿Qué te pasa? Parece que te ríes—inquirió severamente el padre.

— Yo?—replicó con tono inocente Jacobo—.

¿De qué voy a reírme?

—También yo creo que no hay motivo.

Ambos se callaron.

A través del ruido de las olas, llegaban a sus oídos gritos dulces, acariciadores y llenos de promesas, como suspiros de pasión.

Pasaron dos semanas. Otra vez era domingo; otra vez Vasily Legostev, tendido en la arena junto a su cabaña, miraba al mar y esperaba a Malva. El mar, desierto, reía, jugaba con el sol, reflejado en su superficie, y millones de olas nacían para trepar por la arena, sacudir en ella la espuma de sus crines, volver al mar y desaparecer.

Todo estaba lo mismo que catorce díás antes.

Pero Vasily, que esperaba entonces a Malva con tranquila seguridad, la esperaba ahora con impaciencia. El domingo último no había ido: aquella mañana tenía que ir. El no lo dudaba; pero quería verla lo más pronto posible. Jacobo no los molestaría. Había ido allí dos días antes, con otros obreros, a buscar las redes, y le había dicho que el domingo por la mañana iría a la ciudad a comprarse camisas. Se había contratado sólo para tirar de las lanchas pescadoras, a razón de quince rublos mensuales; pero había salido ya de