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ojos ávidos en aquella mujer empapada de agua, casi desnuda, que se reía, con gran regocije, de él.

—¡Bueno, sube, foca!—dijo ella, sin dejar de reír, y, arrodillándose, le tendió una mano, apoyando en el borde de la barca la otra.

Jacobo le cogió la mano y gritó con animación:

—¡ Ahora, prepárate! ¡Voy yo a bañarte a ti!

Y tiraba de ella, sin salir del agua, que le llegaba hasta los hombros. Las olas le cubrían a veces la cabeza, y al chocar contra la barca, salpicaban el rostro de la mujer. Malva guiñaba los ojos y reía a carcajadas. De pronto, lanzando un grito agudo, se tiró al mar, haciendo hundirse al mozo bajo el peso de su cuerpo. Y de nuevo empezaron a jugar en el agua verde, como dos grandes peces, salpicándose el uno al otro, dando alegres gritos, aullando y zambulléndose. El Sol los miraba riendo. Las ventanas de las casas costeras reían también, reflejando el Sol en sus cristales. El agua, cortada por sus brazos fuertes, sonaba de un modo jocundo. Las gaviotas, a quienes inquietaba la agitación de aquellos dos seres humanos, volaban, lanzando gritos penetrantes, por encima de sus cabezas, sobre las que pasaban a veces, llegando de muy lejos, las olas.

Al fin, fatigados, habiendo tragado no poca agua salada, se sentaron al sol, en la playa.

— Caramba!—decía, haciendo muecas y escupiendo, Jacobo—. ¡Qué agua más repugnante! Por eso hay tanta...