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¿Yo?

El mozo hinchó los carrillos y dlató el pecho, como si levantase un pesado fardo.

—¿Yo? Soy capaz de muchas cosas. He respirado ya bastante esta brisa y me he limpiado, respirándola, del polvo de la aldea.

—¡Qué pronto!—sonrió Malva.

¡Y tan pronto! Estoy dispuesto hasta a robarte a mi padre.

— De veras? ¿En serio?

—Sin temor ninguno, no lo dudes!

—¡Qué bromista eres!

—Oye, no me provoques!—dijo el mozo con voz alterada y ardiente—. No te burles de mí, si no quieres...

—¿Qué ?—preguntó ella tranquillamente.

—¡Nada!

Entonces fué él quien volvió la cabeza y calló.

Su actitud era la del hombre que no teme nada y está seguro de sí mismo.

—¡Qué valiente eres!—dijo Malva—. Me recuerdas al perrito negro de nuestro capataz. Es lo mismo que tú: de lejos, ladra y parece lleno de furia, y cuando uno se acerca a él, huye con el rabo entre las piernas.

—Bueno—gritó Jacobo con una cólera creciente. ¡Espera, que vas a ver cómo soy!

Ella seguía riendo y le miraba a los ojos.

En aquel momento vieron acercarse, tambaleándose, a un hombre alto, fornido, de tez bronceada y cabellos de color de fuego, que le cu-