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brían la cabeza a manera de gorro. Su camisa roja, sólo sujeta a la cintura por el pantalón, estaba desgarrada por detrás hasta cerca del cuello, y para que las mangas no se le cayesen de los brazos, las llevaba subidas hasta los hombros. Su pantalón no era sino una variada colección de agujeros. Iba descalzo. En su rostro, pecoso en extremo, brillaban unos grandes ojos azules, y era un pregón de rebeldía y de insolencia la nariz ancha y arremangada.

Cuando estuvo a unos cuantos pasos de Malva y Jacobo, se detuvo, y, mostrando sus carnes al través de los numerosos agujeros de su ropa, hizo un ruido cómico con la nariz, clavó en ellos una mirada de curiosidad y puso una cara clownesca.

—Ayer, Senechka bebió un poco—dijo, y hoy están sus bolsillos como capazos agujereados. Prestadme veinte copecks; no volveréis a verlos.

Jacobo se echó a reír. Malva se sonrió y se puso a contemplar aquella figura harapienta.

—Bueno; ¿me los dais, o no? Os caso por veinte copecks, si queréis.

—¡Tiene gracia! ¿Eres acaso un pope?

—No; pero en Uglich serví en casa de un pope. ¡Qué imbécil eres! Dame los veinte copecks.

—Si no quiero casarme!—se negó Jacobo.

— Dámelos, sin embargo; no le diré a tu padre que galanteas a su querida—insistió Serechka, lamiéndose los labios secos.