Puedes decirle las mentiras que te dé la gana; no te creerá.
Le mentiré tan bien que habrá de creerme.
Y te pegará como a un perro, muchacho!
—No tengo miedo.
¡Entonces, te pegaré yo!—declaró tranquilamente Serechka, cuyas pupilas se contrajeron.
Jacobo no quería soltar los veinte copecks; pero le habían ya prevenido de que no convenía reñir con Serechka y de que lo mejor era satisfacer sus deseos. No pedía mucho; pero cuando se le negaba, se vengaba con alguna mala pasada durante el trabajo o haciendo uso de sus puños. Jacobo se acordó de tales informes, y, lanzando un suspiro, se llevó la mano al bolsillo.
¡Así me gusta!—le animó Serechka, sentándose a su lado en la arena—. Obedéceme siempre y serás un mozo prudente.
Luego, dirigiéndose a Malva, preguntó:
—¿Y tú? ¿Te casarás pronto conmigo? Despáchate, no tengo tiempo que perder.
Zúrcete los pantalones, y después hablaremos! respondió Malva.
Serechka contempló un momento, con mirada crítica, sus agujeros, y sacudió la cabeza.
Más vale que me des tu refajo!
¡Tendría mucha gracia!—rió Malva.
—No, en serio: ¿no tienes un refajo viejo?
—Mejor sería que te comprases unos pantalones.