Vagaba por la costa, mirando sin interés a la gente con quien se cruzaba y hablándole sin gana.
Sentado en el suelo, a la sombra de un tonel vacío, vió a Serechka, que tocaba la balalaika, gesticulaba cómicamente y cantaba.
Le rodeaban hasta veinte hombres, todos los cuales, vestidos de harapos como él, exhalaban, como cuanto les rodeaba, olor a pescado salado.
Cuatro mujeres, feas y sucias, sentadas en la arena cerca del grupo, bebían te, que escanciaban de una gran tetera de hoja de lata, Un trabajador, a pesar de la hora matinal, estaba ya borracho perdido. Se arrastraba por la arena y se caía cada vez que intentaba ponerse en pie. No lejos lloraba una mujer; se oía a distancia la música de un acordeón viejo... y por todas partes brillaba la escama de pescado.
A mediodía, Jacobo encontró un rincón umbroso, entre unos toneles vacíos, se acostó allí y durmió hasta la tarde.
Cuando se despertó, empezó de nuevo a vagar sin un objeto determinado; pero turbado por deseos imprecisos.
Tras de vagar así cerca de dos horas, encontró a Malva a gran distancia de las barracas, a la sombra de unos sauces blancos. Estaba tendida de lado, y tenía en las manos un libro estropeadísimo. Miró a Jacobo sonriendo.
—Pues no te escondes tú poco—dijo el mozo, sentándose junto a ella.