Mentira!
—No tengo por qué mentir.
El acento con que la mujer pronunció estas palabras le hizo comprender a Serechka que, verdaderamente, no tenía por qué mentir.
—Si no le quieres, ¿cómo puedes permitir que te pegue? preguntó Serechka con voz grave.
— Yo qué sé? ¡Déjame en paz!
—Tiene gracia—comentó Serechka, sacudiendo la cabeza.
Ambos permanecieron largo rato en silencio.
Las tinieblas se adensaban. Las nubes viajeras y lentas proyectaban sus sombras sobre el mar. Las olas cantaban.
En la lengua de tierra se había apagado la hoguera de Vasily; pero Malva seguía mirando en aquella dirección; Serechka la miraba a ella obstínadamente.
—Oye—dijo—, ¿tú sabes lo que quieres?
Si lo supiera! —contestó Malva con voz queda y lanzando un suspiro.
—No lo sabes, pues? ¡No lo comprendo!declaró él con convicción—. Yo sé siempre lo que quiero.
Y añadió con una ligera tristeza:
—Lo que me pasa es que casi nunca quiero nada.
—Yo, en cambio, siempre quiero algo—dijo Malva meditabunda—; pero no sé qué. A veces quisiera irme en un bote, mar adentro, muy lejos, muy lejos, y no volver nunca a ver hombres.