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entre las barracas, gritaba hasta desgañitarse un niño. Detrás de unos toneles se oían unas voces.

Jacobo se dirigió hacia allí: había creído reconocer la voz de Malva. Pero cuando llegó junto a los toneles y miró tras ellos, retrocedió, y, frunciendo las cejas, se detuvo.

A la sombra de los barriles estaba tendido boca arriba, con las manos bajo la cabeza, el rojo Serechka. Junto a él estaban sentados, uno a su derecha y otro a su izquierda, el padre de Jacobo y Malva.

—¿Qué habrá venido a hacer aquí?—se dijo Jacobo, refiriéndose a su padre. Habrá quizás abandonado su puesto tranquilo y trabajará ahora aquí, para estar más cerca de Malva y para impedir en lo posible su trato conmigo? ¡Demonio de viejo! ¡Si la madre se enterase!

No sabía si acercarse o no.

—¿Conque sí ?—dijo Serechka—. ¡Buen viaje, pues! Vuelve a tu aldea a arañar la tierra.

Jacobo se estremeció de alegría y comenzó a guiñar los ojos rápidamente.

—¡Me voy!—dijo su padre.

Entonces Jacobo, haciendo acopio de valor, se adelantó y dijo:

— Salud a la honorable compañía!

Su padre le miró un momento y volvió la cabeza. Malva parecía no acabar de reconocerle.

Serechka declamó con voz grave y solemne:

¡He aquí a nuestro amado hijo Jacobo, que vuelve de países lejanos!