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Acta de Pio XI


por otro lado, el clero se sometió de todo corazón y con espíritu alegre a las condiciones, por duras que fueran, creadas por la ley de separación. Hay que añadir, además, que el sagrado ministerio -que, más que nada, está íntimamente ligado al bien público- fue hecho por esta ley aún más difícil y doloroso por la expulsión de preciosos auxiliares y coadjutores y por la privación de todos los ingresos, que exponían a los ministros sagrados a la falta de las cosas más necesarias para la vida. Esta piadosa y noble rivalidad entre el clero y los fieles, rivalidad que con razón podríamos llamar heroica, Nosotros mismos lo hemos seguido con gran interés en tiempos ya lejanos, desde el inicio de Nuestro pontificado, hemos conocido sus maravillosos resultados por lo que se refiere a los intereses económicos e inmediatamente comprendimos que este impulso no había disminuido ni estaba a punto de debilitarse. En efecto, la situación económica de la Iglesia de Francia, según el testimonio de varios obispos, no parecía requerir un remedio urgente: por otro lado, la propia administración de la herencia eclesiástica, aunque difícil y lleno de obstáculos y, a causa de la ley injusta, expuesto a muchos peligros, no estaba completamente privado de un cierto apoyo proveniente del derecho común. A pesar de ello, la falta de una clara situación jurídica que trajo consigo la inestabilidad de los derechos y todo, las dificultades generales y las turbulencias de los tiempos actuales, fueron para Nosotros motivo de solicitud y de grandes preocupaciones. Por eso parecía que teníamos que probar todos los medios capaces de aliviar y remediar la situación actual. Este sentimiento de Nuestro deber nos presionó tanto más cuanto más se difundió la opinión de que Nuestra intervención podría contribuir con bastante eficacia a lograr una pacificación más completa de los espíritus, pacificación que, tanto como vostros, deseamos y siempre hemos querido, desde el día en que, no por nuestros méritos personales, sino por la disposición secreta de la divina Providencia, fuimos elevados a este alto cargo de común Padre de los fieles. En efecto, al final de la horrible guerra que atravesó el mundo, la visión de los hechos gloriosos que el clero, tanto secular como regular, olvidó los insultos recibidos y recordó sólo el amor de la patria, y cumplió a los ojos de todos, había despertado cada día más ardiente el deseo de que se restableciera la paz religiosa, perturbada por la ley de la separación, para que las condiciones de la Iglesia católica en Francia fueran más acordes con la justicia, bajo la sanción de la ley. De este deseo nació la cuestión de las asociaciones diocesanas.

Los estatutos de estas Asociaciones, redactados con el acuerdo del Gobierno francés por hombres competentes en la materia,