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ANGÉLICA MENDOZA

Una muchacha de 23 a 25 años, la más rea de todas y fruto de la educación del Buen Pastor, en presencia del hijito de una zíngara apresada por mendicidad, se acordó de improviso que élla una vez tuvo un hijo.

—'Madrecita! ¡Dios no quiso dejármelo y me lo quitó! Y ahora me manda éste, para que lo cuide”. — Y acunaba al chico.

—“Ustedes no sabían que se me murió el “coso”? Era un rico tipo. Yo me iba a la cocina y le hacía mu- mu- y él se callaba. Luego le mostraba la teta y le decía: ¡te gusta, gran sinvergiienza!... Se me murió por unas macanas a la barriga.”

Tamás viven una vida interior. Piensan en voz alta, cuentan sus deseos, narran sus inquietudes a quien se presta a oírlas. El silencio es el más feroz de los castigos.

No ocultan sus miserias; hay en cese impudor un desafío a todo lo que significa equilibrio.

Viven exaltadas, con cóleras tormentosas y slegrías chillonas. Pasan sin transición de un estado a otro; son discordantes, estrafalarias, sin una fluencia continua de una personalidad encauzada. El hondo y simple sen- tido humano que hay en la entrega de una mujer al hombre, no puede existir en éllas. Lo eterno, universal y maravilloso que tiene el amor pasa desapercibido en sus vidas, porque está anulado en éllas lo espontáneo, lo propio, lo íntimo.

Y lo más trágico en esta deformación colectiva de contenido del vivir, es que las circunstancias, el hecho

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