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ANGÉLICA MENDOZA

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—“¡No hay pan, madre! — grita la mujer que sirve,

Una vieja llora.

—“¡A mí no me han dao todavía !”

—“¡Vaya a buscar pan a las menores! (Buen Pas- tor) — ordena su Caridad.

Charlo con miis compañeras, pués hemos conseguido que nos sienten juntas en la nresa. Pero lo hacemos despacio y a escondidas, pués la disciplina prohibe. Más, nos miramos y hallamos en éllo un hondo y lúcido placer. Por la ventana enrejada del refectorio me quedo mirando el manto tenso del cielo. ¡Hoy es tan alto! Bandadas de pájaros lo motean y lo rayan.

Las ramas del árbol de la gruta recortan su verde en el aire vibrante. En el techado veo una masa que se despereza. Un hermoso gato con el pelaje deshonrado por el hollín, se estira y vuelve a dormir.

—“¡Es el regalón de las madres!”

Me siento correr la jarana por la piel. La vecindad rea del Asilo, ha puesto su marca en la aristocracia persa del gato, a pesar de los cuidados de las vírgenes del Señor!

Juanita — es la celadora más vieja—; guarda el dor- mitorio de abajo. Hace más de treinta años que sirve al Asilo. Vino una vez, detenida, pués era mujer de la vida y no volvió a salir más. Se redimió haciendo de carcelera de sus iguales. Es gruesa, grande. Sus ojos azul claro, se aguan en un perenne fluir de lágrimas que humedecen el cauce rosado de sus párpados.

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