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LA BARRANCA.

Cuando volví a ver al mestizo, su cabeza se levantaba y bajaba con el movimiento de su caballo, cien pies por debajo de mí, cuando se deslizaba a lo largo de pasaje de la barranca. No había ninguna otra alternativa que seguirlo; y como mi caballo era un antiguo caballo en la tierra caliente, resolví no ser menos, y por lo tanto, dándole su tiempo y control de la brida, confié en su sagacidad y lo puse en la ruta. Ni tuve ocasión para lamentar mi confianza en la bestia; hizo su trabajo valientemente, sintiendo el camino, apoyándose contra las partes superiores de los peligrosos pasos y trepando con la tenacidad de una mosca y la actividad de un gato.

Pero cuando estábamos dentro de cincuenta pies de la parte inferior de la quebrada, una rápido giro a la derecha me mostró una pared de roca en la distancia restante, en él se habían cortado escalones que parecían apenas transitable a pie. Miré alrededor y encontré que había espacio para desmontar. Aunque tenía gran confianza en el caballo, confieso que más en mis propios pies; y así caminando adelante, a la distancia de mi lazo, llevé al animal debajo de la cañada, por la cual corría un torrente rápido y amplio crecido por las recientes lluvias. Allí encontré al Guía esperándome. Nos tiramos de una sola vez, y en parte nadando los caballos y parte luchando sobre las enormes piedras que formaban la cama del torrente, alcanzamos la Ribera Occidental con seguridad.

Apenas pasada una con dificultad, nos enfrentó otra en el ascenso del lado opuesto, que parecía más pronunciado y más escarpado que la otra. Decidido a probar la valía de mi caballo, ahora continué en su espalda y le preparé para lo que tenía que esperar al saltar un muro de piedra a los pies del declive. Tomó de una vez ágilmente los riscos, brincó tras el Guía de roca en roca y cornisa a cornisa, casi corriendo; no bajo sus orejas ni el cuello por un momento, no vaciló por látigo, espolón o palabra de aliento; y, en la mitad del tiempo que tardó el descenso, me puso en la cima de la meseta.

Pero nuestros compañeros habían desaparecido. Desde nuestra posición elevada, teníamos una vista ininterrumpida de los niveles del lado opuesto, sin embargo, ni estaban en el, ni bajando los lados de la cañada. El señor Black pronto apareció y nos siguieron subiendo los acantilados; pero no sabia nada del resto del grupo. Sin embargo, en media hora, aparecieron cerca de una milla en la barranca vadeando el río; y como era evidente que estaban en la dirección correcta y nos vieron, seguimos. Descendiendo otro pliegue de los barrancos y volviendo a cruzar un brazo del mismo río y haciendo zigzag otra colina hasta su cumbre, nos encontramos por fin en la meseta sin la interrupción de más barrancas.

Aquí nos reunimos con algunos del grupo, quien informó que una de las mulas se había dañado. Los otros, sin embargo, pronto llegaron, y fue enviada de regreso sin carga, la carga de la bestia inútil se dejó al pie del último declive.