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70 EL PADRINO

— ¿Y tu mamá, nenita>--preguntóle Eduardo.

—Está en el jardín, ven, vamos á bus- carla,

El joven siguió á la niña y la sirvienta, viendo que el visitante no esperaba que lo fueran á anunciar, se retiró sin extrañeza. Sabía que era sobrino de don Pedro y como tal podía ser recibido sin mayores cumpli- mientos.

Margarita se hallaba en efecto en el jar- dín, sumamente pálida por la indisposición que la aquejaba, leía medío recostada sobre un banco de madera rústica.

El día había sido sofocante, recién á esa hora el calor del sol parecía algo amortiguado por algunas nubes que, con ribetes oscuros y rojizos, anunciaba próxima tormenta. Las flo- res, marchitas por la caldeada atmósfera, se inclinaban con pena, esperando en vano un soplo benéfico que la reanimera.

Margarita, en los momentos que Eduardo iba llegando junto á ella, había abandonado el libro sobre sus rodillas y miraba triste- meute las plantas. Ella sentía también un malestar extraño, una gran angustia, y se inclinaba, con abatimiento, como las pálidas rosas que los ardientes besos del sol habían hecho doblar hacia la tierra.

Al oir la voz de su hija, que la llamaba, volvióse tratando de sonreir, pero al ver