94 EL PADRINO
— Puede usted hacerlo; balbuceó la infeliz joven, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas, pero con voz que había recobrado su habi- tual y resignada dulzura—yo se lo agrade- ceré porque así á lo menos terminarán mis sufrimientos.
Don Pedro, avergonzado ante la calma su blime de su esposa, la soltó; miróla un mo- mento como si quisiera pedirle perdón ¡un perdón por el que hubiera dado la vida! pero no lo hizo. El orgullo indomable de su alma triuntó de aquel buen impulso y salió de la habitación, cerrando violentamente la puerta.
Margarita, trémula, desfallecida, se dejó caer en una silla y sepultando la cabeza en- tre las manos estalló en sollozos violentos y desgurradores.
Poco á poco se calmó, alzó su pálida frente y murmuró:
- Yo he tenido la culpa; lo he exasperado ¿acaso no debí callar?... Porque al fin casi tenía razón; yo no debí nunca escuchar á Eduardo. Me he impuesto voluntariamente una vida de martirio y mi deber es seguirla hasta el fin sin desmayar.
Aun permaneció largo rato sumida en do- lorosa meditación; de cuando en cuando sus labios se movían como si orase. Tranquila al fin se levantó, bañó su rostro en agua fresca para hacer desaparecer las huellas del llanto