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placeres de la lectura, que la distrajeron en sus horas de soledad. Pidió Dolores á su padre que le llevase algunos libros; y el buen campesino, satisfecho por las nobles inclinaciones de su hija, llenó cumplidamente sus deseos. Al principio, la madre solia lamentar que gustasen más á Dolores las novelas que la aguja; pero guardaba siempre silencio cuando su hija leía. Algunos meses después, hacía que Dolores leyese en alta voz, y ella prestaba atento oido al relato, interrumpiendo de tiempo en tiempo la lectura, para dar escape á exclamaciones de indignación contra esos personajes de capa y espada que, á cada paso, dejaban un hombre tendido ó una mujer deshonrada.

Entre esos entretenimientos y los quehaceres domésticos, repartía Dolores las horas del día. Por las tardes, á la puesta del sol, solía recorrer los campos á caballo, lo que constituía su paseo favorito. Acompañábala su padre, y éste, cuando sus ocupaciones no le permitían hacerlo, cedía el placer de la cabalgata á Cárlos, sobrino suyo, á quien tenia en la estancia, y de quien se había hecho cargo cuando quedara sin padre y sin madre en el mundo.

Asi los días transcurrieron para la hija del rico hacendado, en corriente serena, mansa, sin rumores, como el agua de esos arroyos que cruzan las Pampas, ignorando el rumbo que han de seguir. No conocia más afectos que los del hogar, ni le agitaban otras pasiones que no fueran la lectura y la vida del campo:— sucesos novelescos para su viva imagina-