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ción de mujer; aire libre para sus pulmones; el cielo azul y profundo extendido á sus ojos; y la verde campiña abierta al galope de su caballo, cuando una tinta roja, diluida en el ocaso, reflejaba sobre la tierra la última luz del día moribundo.

II

En esas circunstancias, el primer amor conmovió aquel virgen corazón de Dolores. Los diez y ocho años necesitaban el sacudimiento de una pasión para no ser una mentira, para señalar el límite á la infancia, y abrir á la adolescencia su palacio encantado, para que desapareciese la débil criatura y surjiera la mujer.

Cárlos,—allá en lo más esondido de su alma,—había hecho propósito de sacar á su prima de las preocupaciones en que la engolfaban los héroes de novela, y hacer de ella misma la heroína de un poema, de un poema sencillo, en que los únicos personajes fueran ella y él, y en que todo el argumento consistiese en amarse mútuamente y con toda la ternura de que pueden ser capaces una mujer de diez y ocho años y un hombre de veinte. No pensaba Carlos en la monotonía de tal poema; pero es lo cierto que, aun cuando fuese monótono para escrito y leido, no lo era para realizado allí, en medio del campo, frente á frente con la naturaleza, al rayar la aurora, en las pesadas horas de la siesta, ó cuando el crepúsculo invadía la silenciosa llanura.