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—¡Qué hermoso cuadro!— exclamó Dolores, interrumpiendo el silencio en que ella y su primo permanecían. Los libros le habían hecho comprender ese sentimiento que despierta la naturaleza en sus sublimes espectáculos. Lo que antes había sido una vaga sensación inexplicable, se había convertido en conciente admiración.—¡Qué hermoso cuadro!—continuó diciendo.—¿No te parece, Cárlos, que nada hay tan bello como esto?

—No me parece!— contestó éste, lacónicamente, mirando con insistencia los ojos negros de Dolores, como si hubiese tratado de condensar en aquella mirada todo lo que debió decir.

Dolores le miró, y su perspicacia de mujer le hizo sospechar algo que no se explicó claramente. No se atrevió á preguntar por qué no pensaba Cárlos como ella; pero, no conoció la razón de su timidez. Algo extraño encontró en aquella mirada, y sin averiguar qué cosa fuese, esquivó instintivamente su fascinación, y, volviendo su caballo en dirección de las casas, púsose en marcha, reflexionando que pronto avanzaría la noche y envolvería el campo en completa oscuridad.

Cárlos, por su parte, después de haber esperado en vano, para manifestar desembozadamente su pensamiento, que su prima le exigiese una explicación de esos pareceres opuestos á los suyos, no se resignaba á guardar en silencio por más tiempo, sus amores y sus aspiraciones. Así fué que, continuando la conversación interrumpida por algunos segundos, dijo: