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brero, y cuando se había alejado lo suficiente, detenía el ca bailo y volvía la cabeza para mirarla. Dolores hizo lo mismo alguna vez, y las miradas de ambos se sorprendieron mútuamente.

Era un caluroso día de Diciembre, y la casa de los padres de Dolores estaba de fiesta; se celebraba el aniversario del nacimiento de uno de los viejos esposos. Era uno de los dias de mayor regocijo en aquella morada patriarcal; se le veía venir, y se le esperaba, haciéndose todo género de preparativos. La fiesta era para todos, desde los dueños de casa hasta el último de los peones; se invitaba á las gentes de los alrededores; el asado con cuero era el plato del banquete, y la guitarra el instrumento del baile.

Oscurecía. Iban desapareciendo del horizonte las últimas claridades del día, y las primeras estrellas surgían suavemente en el cielo azul. Dolores, sus padres y Cárlos, que acababan de levantarse de la mesa, se hallaban sentados bajo el alero de un corredor, escuchando de allí el eco de las fiestas de los paisanos, que comían, bebían, y cantaban, bajo una de las enramadas. Aplausos y risas llegaban hasta ellos, y sobre toda aquella baraunda, distinguíase claramente, de tiempo en tiempo, una voz sonora y tierna, que entonaba las sencillas é inspiradas canciones populares. La voz del cantor, suavizada por la distancia, era de una dulzura inimitable.

—¿Quién canta?—preguntó Dolores, picada de curiosidad. Nadie se lo dijo, porque ninguno lo sabía; pero todos manifestaron respecto á él la misma opinión. La voz era excelente, y cantaba con todo gusto.