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mientos. Así fué que, no sabiendo que responder á las preguntas de su padre, rompió á llorar, escondiendo la cabeza entre las manos. El viejo estanciero no se esplicaba la causa de ese llanto. No eran las lágrimas de la timidez sorprendida, sinó que con ellas se derramaba el secreto de un hondo pesar. Pero ¿cuál podría ser ese pesar? ¿No era Cárlos un excelente muchacho, de buena figura y de mejores condiciones? ¿No era honrado, laborioso, sério?

Estas preguntas se hacia el buen hombre, sin atinar á una respuesta satisfactoria, cuando Dolores, que había permanecido á la defensiva, se decidió por el ataque, y dijo en dos palabras la causa de su sorpresa y de su llanto. Al oir aquella revelación de Dolores, fué su padre el sorprendido: no había sospechado los amores de José y de su hija. Quedó aturdido, sin darse cuenta de lo que le pasaba; pero, pronto reaccionó, y luchó por llevar á Dolores al convencimiento de que José no era para ella tan buen partido como su primo. Pero por encima de todo eso, estaba siempre la promesa que él había de cumplir, haciendo que los primos,—llegada como era, la edad oportuna,—fueran el uno para el otro.

Dolores era dócil y obediente, y cedió; cedió en silencio, inclinando la frente y sin decir una palabra, como si se tratase de una imposición de su destino, que ella ni nadie podría rechazar. Su padre comunicó á Cárlos el resultado final de la entrevista, callando sus incidentes, y aplazándose la designación del día en que la boda debería celebrarse.