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grasa derretida, que producian un chirrido especial, que no tiene semejante en todos los ruidos de la naturaleza.

Aquél era seguramente el bocado ofrecido por el viejo Valentín.

Habia llegado al punto.

—Rómula!—gritó el viejo, acercándose á la puerta del rancho.—Rómula, prepara la mesa á estos caballeros, que como son de la ciudad no han de saber comer sin mantel.

—Voy!—respondió una voz femenina.

En vano manifestamos el deseo de comer á la criolla.

El viejo quiso que preparasen la mesa.

—Mire quienes! Mocitos de la ciudad!—decía. Son capaces de no comer por no ensuciarse los dedos!

Pocos momentos después, Rómula apareció, trayendo colgado al brazo, un mantel más blanco que el que el invierno tiende en las montañas, y en un decir Jesús, dejó pronta la mesa.

En seguida nos sirvió el asado, y no nos hicimos rogar para darle pruebas de nuestro apetito.

Rómula se sentó con nosotros. Era una mujer de cuarenta años, corpulenta como un ombú, sana y buena, como son por lo general las gentes del campo.

Pero el viejo Valentín, sacando un cuchillo de la cintura, cortó unas costillas y se alejó.