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Para lograrlo, hizo llamar á una mujer, que le sirviese de ama, y le cuidase con el mayor esmero.

Fué una buena paisana la que aceptó el cargo de velar por el niño.

Dejó su pobre rancho, situado á unas diez cuadras fuera del pueblo, y en él quedaron sus hijos entregados al cuidado de su hermana mayor.

La paisana hacía al niño las veces de una madre cariñosa.

Pero, cierto día, la infeliz mujer recibió la noticia de que uno de sus hijos se hallaba enfermo en el rancho.

Era en circunstancias que el médico había acudido á un pueblo inmediato, llamado para asistir á un enfermo que se hallaba en mucho peligro.

La paisana no tenia á quien solicitar permiso para dejar al niño, y volar al rancho en que su hijo había caido en cama.

—Lo dejaré solo una horita,—pensó la paisana, y cerciorándose de que el niño dormía, salió precipitadamente de la casa.

Cuando llegó al rancho, apenas tenia alientos para permanecer de pie á la cabecera del enfermo.

Recetó algunos remedios caseros, y viendo que la cosa no era de mucho cuidado, resolvió volver en el acto á casa del doctor.

No había pasado una hora cuando ya estaba de vuelta.

Abrió sigilosamente la puerta de la casa y entró.

Atravesó un largo corredor, y un momento des-