–Mi mujer tocará el piano –dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.
–¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? –preguntó Liduvina.
–¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios...
–¿De los nuestros?
–¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí, sirve... sirve para llenar de armonía los hogares y que no sean ceniceros.
–¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?
–Liduvina... Liduvina...
La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra.
–Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.
–Entonces no lo tocará –añadió con firmeza Liduvina–. Y si no, ¿para qué se casa?
–Mi Eugenia... –empezó Augusto.
–¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano? –preguntó la cocinera.
–Sí, ¿pues?
–¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio del señor Tiburcio?
–La misma. ¿Qué, la conoces?
–Sí... de vista...
–No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos,