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DE NINÓN DE LENCLÓS 33

puedo quejarme á la naluraleza. Pero ¡ay, cuán in- útiles son mis penas ! Vos que habéis de segutrme, apro- vechad un liempo precioso, y no seúls nunca escrupu- losa sobre el número sino sobre la selección de vuestros placeres. Apenas terminadas estas palabras, tan con- trarias á las que en caso semejante había dirigido Mnme, de Lenclós á su hija, haciendo un esfuerzo para besarla rindió su último suspiro sobre su seno. Ninón perdía al más tierno de los padres; pero la tranquilidad de su muerte hacía menos espantoso el espectáculo. Aquella seguridad filosófica que M. de Lenclós habla por lo menos afectado en su último instante no excitaba ninguno de esos movimientos que turban la imaginación y los sentidos en seme- jantes casos : según los principios mismos de Ninón, M. de Lenclós acababa de expirar como un sabio. Un dolor tan excesivo como inútil la hubiera hecho menos digna de ser su hija y su discípula.

Ninón no encontró después de esta muerte una fortuna tan considerable como hubiera podido serlo, si su padre no la hubiera derrochado en su amor á los placeres y en los varios apuros en que le había puesto su calidad de Bravo que un resto de fero- cidad hacía aún estimar á los franceses; pero deter- minada á no ligarse jamás con aquella cadena que es tan raro encontrar mucho tiempo ligera ni siquiera soportable (1), tomó el partido de colocar á renta los bienes que le quedaban. Siete ú ocho mil libras de renta que obtuvo por este medio le parecieron sufi- cientes para no temer las necesidades de la vida.

(1) Barbe era un albañil que se las daba de astrólogo; pre- dijo á M**, Scarrón que llegaría á ocupar un altísimo puesto, el cual perderia cuando el profeta muriese. Nada de esto se cumplió.

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