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ZADIG,

me dais licencia para que os acompañe, repuso el anciano, acaso podré serviros en algo; que á veces he hecho baxar el consuelo á las almas de los desventurados. La traza, la barba y el libro del ermitaño infundiéron respeto en Zadig, y en su conversacion encontró superiores luces. Hablaba el ermitaño del destino, de la justicia, de la moral, del sumo bien, de la humana flaqueza, de las virtudes y los vicios con tan viva y penetrante eloqüencia, que Zadig por un irresistible embeleso se sentia atraído hácia él, y le rogó con ahinco que no le dexara hasta que estuviesen de vuelta en Babilonia. Ese mismo favor os pido yo; juradme por Orosmades, que sea lo que fuere lo que me veais hacer, no os habeis de separar de mí en algunos dias. Jurólo Zadig, y siguiéron juntos ámbos su camino.

Aquella misma tarde llegáron á una magnifica quinta, y pidió el ermitaño hospedage para sí y para el mozo que le acompañaba. Introdúxolos en casa, con ademan de desdeñosa generosidad, un portero que parecia un gran señor, y los presentó á un criado principal, que les enseñó los aposentos de su amo. Sentáronlos al cabo de la mesa, sin que se dignara el dueño de aquel palacio de honrarlos con una mirada; pero los sirviéron, como á todos los demas, con opulencia y delicadeza. Diéronles luego agua á manos en una palangana de oro, guarnecida de esmeraldas y rubíes; lleváronlos