á acostar á un suntuoso aposento, y la mañana siguiente traxo el criado á cada uno una moneda de oro, y despues los despidiéron.
El amo de esta casa, dixo Zadig en el camino, me parece que es hombre generoso, aunque algo altivo, y que exercita con nobleza la hospitalidad. Al decir estas palabras, advirtió que parecia tieso y henchido una especie de costal muy largo que traía el ermitaño, y vió dentro la palangana de oro guarnecida de piedras preciosas, que habia hurtado. No se atrevió á decirle nada, pero estaba confuso y perplexo.
A la hora de mediodia se presentó el ermitaño á la puerta de una casuca muy mezquina, donde vivia un rico avariento, y pidió que le hospedaran por pocas lloras. Recibióle con áspero rostro un criado viejo mal vestido, y llevó á Zadig con el ermitaño á la caballeriza, donde les sirviéron unas aceytunas podridas, un poco de pan bazo, y de vino avinagrado. Comió y bebió el ermitaño con tan buen humor como el dia ántes; y dirigiéndose luego al criado viejo que no quitaba la vista de uno y otro porque no hurtaran nada, y que les daba priesa para que se fuesen, le dió las dos monedas de oro que habia recibido aquella mañana, y agradeciéndole su cortesía, añadió: Ruégoos que me permitais hablar con vuestro amo. Atónito el criado le presentó los dos caminantes. Magnífico señor, dixo el ermitaño, no puedo ménos de daros las mas rendidas gracias por el agasajo