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CANDIDO,

Cunegunda; ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, soy perdida. Si no hubieran ahorcado á Panglós, dixo Candido, el nos daria consejo en este apuro, porque era eminente filósofo; pero pues el nos falta, consultemos con la vieja. Era esta muy discreta, y empezaba á decir su parecer, quando abriéron otra puertecilla. Era la una de la noche; habia ya principiado el domingo, dia que pertenecia al señor inquisidor. Al entrar este ve al azotado Candido con la espada en la mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada, y la vieja dando consejos.

En este instante le ocurriéron á Candido las siguientes ideas, y discurrió así: Si pide auxîlio este varon santo, infaliblemente me hará quemar, y otro tanto podrá hacer á Cunegunda; me ha hecho azotar sin misericordia, es mi contrincante, y yo estoy de vena de matar; pues no hay que detenerse. Fué este discurso tan bien hilado como pronto; y sin dar tiempo á que se recobrase el inquisidor del primer susto, le pasó de parte á parte de una estocada, y le dexó tendido cabe el Judío. Buena la tenemos, dixo Cunegunda: ya no hay remision; estamos excomulgados, y es llegada nuestra última hora. ¿Cómo ha hecho vm., siendo de tan suave condicion, para matar en dos minutos á un prelado y á un Judío? Hermosa señorita, respondió, quando uno está enamorado, zeloso,