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CANDIDO,

puede vm. convencerse ahora, dixo Cacambo, de que son verdades, y ya ve los estilos de la gente que no ha tenido cierta educacion: lo que me temo, es que estas damas nos metan en algun atolladero.

Persuadido Candido por tan sólidas reflexîones, se desvió de la pradera, y se metió en una selva, donde cenó con Cacambo; y despues que hubiéron ámbos echado sendas maldiciones al inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos-Ayres, y al baron, se quedáron dormidos sobre la yerba. Al despertar sintiéron que no se podian menear; y era la causa que por la noche los Orejones, moradores del pais, á quien habian dado el soplo las dos damas, los habian atado con cuerdas hechas de cortezas de árboles. Cercábanlos unos cincuenta Orejones desnudos, y armados con flechas, mazas y hachas de pedernal: unos hacian hervir un grandísimo caldero, otros aguzaban asadores, y todos clamaban: Un jesuita, un jesuita; ahora nos vengarémos, y nos regalarémos; á comer jesuita, á comer jesuíta.

Bien le habia yo dicho á vm., señor, dixo en triste voz Cacambo, que las muchachas aquellas nos jugarian una mala pasada. Candido mirando los asadores y el caldero, dixo: Sin, duda que van á cocernos ó asarnos. Ha, ¿qué diria el doctor Panglós si viera lo que es la pura naturaleza? Todo está bien, norabuena; pero confesemos que es triste cosa haber perdido á