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suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal como don Juan de Cárcamo, y por haber visto por experiencia su buena condición y honesto trato, alguna vez le había mirado con ojos aficionados; pero que, en resolución, ya había dicho que no tenía otra voluntad que aquella que ellos quisiesen.

Llegóse la noche, y siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin las esposas y el piedeamigo; pero no sin una gran cadena que desde los pies todo el cuerpo le ceñía. Llegó deste modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en casa del Corregidor, y con silencio y recato le entraron en un aposento, donde le dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo, y le dijo que se confesase, porque había de morir otro día. A lo cual respondió Andrés:

—De muy buena gana me confesaré; pero ¿cómo no me desposan primero? Y si me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo que me espera.

Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo o su marido que eran demasiado los sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida con ellos. Parecióle buen consejo al Corregidor, y así, entró a llamar al que le confesaba, y díjole que primero habfan de desposar al gitano con Preciosa la gitana, y que después se confesaría, y que se encomendase a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.