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peñas; lo mismo hicieron los de la nuestra, con más ventaja y esfuerzo, a lo que pareció, que los de la otra, los cuales, cansados del trabajo y vencidos del tesón del viento y de la tormenta, soltando los remos, se abandonaron y se dejaron ir a vista de nuestros ojos a embestir en las peñas, donde dió la galeota tan grande golpe, que toda se hizo pedazos; comenzaba a cerrar la noche, y fué tamaña la grita de los que se perdían y el sobresalto de los que en nuestro bajel temían perderse, que ninguna cosa de las que nuestro arraez mandaba se entendía ni se hacía; sólo se atendía a no dejar los remos de las manos, tomando por remedio volver la proa al viento y echar las dos áncoras a la mar para entretener con esto algún tiempo la muerte que por cierta tenían; y aunque el miedo de morir era general en todos, en mí era muy al contrario, porque con la esperanza engañosa de ver en el otro mundo a la que había tan poco que deste se había apartado, cada punto que la galeota tardaba en anegarse o en embestir en las peñas era para mí un siglo de más penosa muerte; las levantadas olas que por encima del bajel y de mi cabeza pasaban, me hacían estar atento a ver si en ellas venía el cuerpo de la desdichada Leonisa; no quiero detenerme ahora, oh, Mahamut, en contarte por menudo los sobresaltos, los temores, laansias, los pensamientos que en aquella luenga y amarga noche tuve y pasé, por no ir contra lo que primero propuse de contarte brevemente mi desventura; basta decirte que fueron tantos y tales,