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leota que había dado al través en la isla de Pantanalen se había ahogado, cuya muerte siempre lloraba y siempre plañía, hasta que le trujo a término de perder la vida, que yo no le sentí enfermedad en el cuerpo, sino muestras de dolor en el alma.

—Decidme, señor—replicó Leonisa—, ese mozo que decís, en las pláticas que trató con vos (que, como de una patria, debieron ser muchas), ¿nombró alguna vez a esa Leonisa, con todo el modo con que a ella y a Ricardo cautivaron?

—Sí nombró—dijo Mahamut—, y me preguntó si había aportado por esta isla una cristiana dese nombre, de tales y tales señas, a la cual holgaría de hallar para rescatarla, si es que su amo se había ya desengañado de que no era tan rica como él pensaba, aunque podís ser que por haberla gozado la tuviese en menos; que como no pasasen de trecientos o cuatrocientos escudos, él los daría de muy buena gana por ella, porque un tiempo la había tenido alguna afición.

—Bien poca debía de ser—dijo Leonisa—, pues no pasaba de cuatrocientos escudos; más liberal era Ricardo, y más valiente y comedido: Dios perdone a quien fué causa de su muerte, que fuí yo, que yo soy la sin ventura que él lloró por muerta; y sabe Dios si holgara de que él fuera vivo para pagarle con el sentimiento que viera que tenía de su desgracia el que él mostró de la mía; yo, señor, como ya os he dicho, soy la poco querida de Cornelio, y la bien llorada de Ricardo, que por muy muchos y varios casos he venido a NOT. EMP. T. 1.

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