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Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.

Caro sería ello—respondió Preciosa— si nos pellizcacen.

No, a fe de caballeros—respondió uno—:

bien puedes entrar, niña, segura de que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.

Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.

—Si tú quieres entrar, Preciosa—dijo una de las tres gitanillas que iban con ella—, entra enhorabuena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.

—Mira, Cristina—respondió Preciosa: de lo que te has de guardar es de un hombre solo ya solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa:

que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones; pero han de ser de las secretas, y no de las públicas.

—Entremos, Preciosa—dijo Cristina—; que tú sabes más que un sabio.

Animólas la gitana vieja, y entraron; y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vió el papel que traía en el seno, y llegándose a ella se le tomó, y dijo Preciosa:

¡Y no me le tome, señor; que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído!